Refugiada en tus silencios escrutas mis gestos, mis miradas, y aunque tus besos aprueban la batalla, no dices nada. Después te observo desde una prudente distancia, intentando identificar las señales, memorizar las curvas, esculpir el tacto de tu piel sobre mi perdida calma. Recorro en bucle el tiempo que hace que llegaste, y mido en nanosegundos el que nos queda antes que nuestro momento acabe. Y finalmente recuerdo, que desde la primera noche que dediqué a contar los lunares de tu espalda, cuando intento resumirte con palabras, nunca olvido describir primero tus alas.
Rodeando tu talle mis manos obligaban a mis dos pies izquierdos a moverse al compás de tus pasos. Mis ojos malinterpretaban tus sonrisas, mi boca moría de sed a diez centímetros de tus labios. Y el alma, que nunca creí poseer, abandonaba mi cuerpo cada vez que te alejabas. Cuando dejó de funcionarnos este extraño juego del gato y el ratón, mostramos nuestras cartas. Nos entregamos a la explosiva mezcla de ternura y pasión que nos arrasaba. Tus uñas en mi espalda, eran garras afiladas que abrían nuevas heridas antes de que las últimas cicatrizaran. Mientras, mi boca lanzaba dentelladas que se clavaban en tu cuerpo, que me gritaba que lo devorara. Las caricias eran el ungüento que utilizábamos después de cada batalla a todo o nada. Cada amanecer era el primer día de primavera en Titán, y la danza de sus siete lunas, un espectáculo interpretado sólo para nuestros ojos, que observábamos tendidos sobre la hierba de la orilla del lago. Intercambiamos religiones y creencias, tú abrazaste con